Era la primera mitad de la década del veinte en el viejo Hipódromo nacional. Un bandoneón, abandonado por su dueño y necesitado de nuevas caricias, le guiñó un ojo. El romance de Aníbal Carmelo Troilo con el fueye estaba comenzando. Recién había cumplido sus primeros diez años.
Poco tiempo después, volviendo del colegio Manuel Pellegrini, lo encararon unos amigos a mitad de camino y le ofrecieron una actuación en el Petit Colón, un viejo bar de la calle Libertad al 500 donde frecuentaban los habitúes del teatro. A
sí, quien llegara a ser uno de los músicos más importantes de la Argentina, tuvo su primer show en vivo.
Con respecto a sus condiciones musicales, Troilo insistía en decir: “yo no soy músico, yo soy tanguero. ¿Me imaginás a mí tocando la flauta?”, dejando en claro que él no fue de esos tipos que derrochaban parafernalias, pero sí de aquellos que dejaban el alma en cada acorde.
“Me pasé la existencia en la calle, a los golpes con la vida, con la gente y conmigo mismo, porque yo siempre fui mi peor enemigo. Pichuco fue el peor enemigo de Aníbal Troilo”, comentó alguna vez, pintándose de cuerpo entero, aquel gordo querido, el de los ojos achinados, dueño de los corazones del barrio y de 60 tangos de esos que estremecen la piel.
Troilo supo darle brillo y música a las poesías de Homero Manzi como Barrio de tango, Sur, Discepolín, Che Bandoneón; a Desencuentro, A Homero y La última curda, escritas por Cátulo Castillo. Entre los músicos que lo acompañaron en distintas etapas de su carrera se destacan los cantores Roberto Goyeneche, Edmundo Rivero y Floreal Ruiz; el bandoneonista Astor Piazzolla y el pianista Orlando Goñi.
Aquellos ojos entrecerrados simulaban trances poéticos. Posados en el terciopelo gozaban los fueyes. “Posiblemente sea porque me meto adentro mío. Yo creo que todos los artistas tienen que entregarse cuando hacen algo”, explicaba Pichuco.
Poco tiempo después, volviendo del colegio Manuel Pellegrini, lo encararon unos amigos a mitad de camino y le ofrecieron una actuación en el Petit Colón, un viejo bar de la calle Libertad al 500 donde frecuentaban los habitúes del teatro. A

Con respecto a sus condiciones musicales, Troilo insistía en decir: “yo no soy músico, yo soy tanguero. ¿Me imaginás a mí tocando la flauta?”, dejando en claro que él no fue de esos tipos que derrochaban parafernalias, pero sí de aquellos que dejaban el alma en cada acorde.
“Me pasé la existencia en la calle, a los golpes con la vida, con la gente y conmigo mismo, porque yo siempre fui mi peor enemigo. Pichuco fue el peor enemigo de Aníbal Troilo”, comentó alguna vez, pintándose de cuerpo entero, aquel gordo querido, el de los ojos achinados, dueño de los corazones del barrio y de 60 tangos de esos que estremecen la piel.
Troilo supo darle brillo y música a las poesías de Homero Manzi como Barrio de tango, Sur, Discepolín, Che Bandoneón; a Desencuentro, A Homero y La última curda, escritas por Cátulo Castillo. Entre los músicos que lo acompañaron en distintas etapas de su carrera se destacan los cantores Roberto Goyeneche, Edmundo Rivero y Floreal Ruiz; el bandoneonista Astor Piazzolla y el pianista Orlando Goñi.
Aquellos ojos entrecerrados simulaban trances poéticos. Posados en el terciopelo gozaban los fueyes. “Posiblemente sea porque me meto adentro mío. Yo creo que todos los artistas tienen que entregarse cuando hacen algo”, explicaba Pichuco.
Por Hernán Navarro
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